Artículo publicado para el periódico Diario de Huelva:
El ser humano siempre se aferra a lo que conoce: a sus costumbres, a sus raíces, a sus miedos, a sus pertenencias materiales… a un sin fin de etcéteras que envuelven lo que el ser humano es: un animal de costumbres. En consulta lo veo diariamente. Personas destrozadas por agarrarse a cosas que les mortifican, que les entierran en lo más profundo del abismo emocional. Nobles de corazón, pobres de espíritu; una bienaventuranza tan certera…. Creen que en los sueños, ilusiones, pasado, creencias y personas encuentran su confort. Sin embargo, no es más que una ilusión creada por un ego débil.
Hay momentos en los que la vida, tan caprichosa y sagaz como siempre, te pone en circunstancias en las que te fuerza por mucho que te niegues a hacer ese temido cambio. Las inseguridades te inundan el alma y sientes cosquilleos por todo tu cuerpo, las tripas se te revuelven, las manos te sudan y el corazón te palpita. La incertidumbre, maldita incertidumbre. Esa incertidumbre que se convierte en el famoso “¿y sí…?. Aprovecha y añade a esos puntos suspensivos el “y si” que tú quieras, sí, ese que resuena constantemente en tu cabeza y te atormenta. Sea cual sea y el que hayas elegido, no es tan grande como tú.
Se puede explicar con relativa facilidad.
El ser humano, es de toda la fauna animal, el más fuerte, voraz, resiliente, perspicaz. En definitiva, el MÁS POTENTE, EL MÁS GRANDE. Pero, (sí, hay un pero) como siempre digo, tiene la fea costumbre de autosabotearse con algo que es básico para poder avanzar en la ley de la jungla: el cambio.
Pongamos varios ejemplos; Por un lado tenemos al camaleón, conocido por cambiar de color para adaptarse al medio donde está y así salvarse de que otro animal lo pueda identificar y lo devore. Otro ejemplo, para mí el mejor, es sin duda el crustáceo. Sí, esa gamba o cigala que te comes en un bar. Este animal hace un desprendimiento del exoesqueleto cuando su interior empieza a crecer y su “coraza”, por llamarlo de manera simple, ya le queda pequeña. Su cuerpo le pide un cambio para poder ensancharse y crecer, y la gamba lo hace. Metáfora simple, pero potente, ¿no es así?
Así deberíamos ser, como los crustáceos, capaces de realizar con la misma facilidad lo que la vida nos pide: CAMBIO. Al fin y al cabo no somos más que animales envueltos en una careta de raciocinio e inteligencia. ¿Aunque, acaso no hay animales tan inteligentes como nosotros? Anatomía y biología aparte, lo que está claro es que la madre naturaleza nos llama. Sí, nos llama a todos a cambiar. Si no cambias, mueres. Si no cambias, te devoran. Porque en la jungla de la vida, quien se estanca, no consigue nada. Y la madre naturaleza no es más que la vida.
Lo que diferencia al crustáceo del ser humano es el ego. Ese ego débil del que hablaba al principio. El ego es el que opone resistencia, el que te genera en tu sistema nervioso una confluencia de síntomas que te bloquean a avanzar. ¿Es que “nos pone” sufrir y aguantar? ¿Es excitante eso de conformarse con una idea o ilusión de lo que nos atenaza? Masoquismo o no, hay un momento, un click en el ser humano que cuando se activa todo cambia.
Por mucho que oponga resistencia, al final se presentan un cúmulo de circunstancias a tu alrededor para que te muevas de esa posición y reacciones, para que cambies esa relación o historia en la que estás sí o sí. Y ahí, ahí es cuando la magia ocurre. En ese momento el ser humano que estaba agarrado a un clavo ardiendo quemándose y llenándose las manos de llagas, mira a los ojos a semejante tormenta de miedos (imagina una estampida de leones, elefantes, rinocerontes corriendo hacia ti) y corre. Empieza a correr. Y cuando se ha dado cuenta, ha hecho la media maratón de su vida, con todo lo que eso implica claro está: cansancio, inseguridad, calambres en el cuerpo, preguntas tipo “¿llegaré?, ¿seré capaz?”..)
Cuando llega al final de la sabana descubre un universo nunca antes explorado. Un universo más amplio, más verde, más frondoso y más puro que todo lo que tenía con anterioridad. Y desde ahí, en ese instante, es cuando su alma se ilumina, se crece y encuentra su propio camino, lleno de puertas abiertas. Se gira, mira todo lo recorrido y siente la plenitud en su alma. Al observar todo eso es cuando se da cuenta de que en realidad nada es para siempre.
Si estás cerca a una ventana, asómate y mira un árbol. ¿Está igual que hace un mes? ¿Estará igual ahora que dentro de tres meses? En eso consiste la belleza del mundo en el que vivimos, en ser CAMBIO. Dejarlo todo para cambiar. Cambiar para encontrar paz.
¿A qué estás esperando? Este momento es idóneo para ese cambio.
¡Abre tus brazos, ensancha tu alma y corre! Muévete hacia ese cambio.
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