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El rio del perdón

Actualizado: 16 jun 2020

Artículo publicado para el periódico Diario de Huelva:


Tiempos que corren, tiempos estancados. Mientras parece que desde la superficie todo está como un embalse de agua, tras ese aparente sosiego hay cosas en su profundidad que se nos escapan a simple vista.



Si nos acercamos al borde de la orilla empezamos a notar el fango en nuestros pies. A pesar de que se nos hunden al acercarnos debido al agua que penetra la arena, seguimos avanzando para buscar lo que más ansiamos: conocer qué hay más allá. Así es el ser humano, un animal semirracional que se empeña en ahogarse aún sabiendo que, quizás, no pueda salvarse de semejante desafío.


¿Qué nos hace ser así? ¿Es que la vida nos empuja sin darnos cuenta a ese río que parece calmado pero que a medida que nos acercamos sentimos la arena moverse y hundirse en nuestros pies para forzarnos a sacar nuestra mejor versión, nuestra extraordinaria esencia? ¿O es por la arraigada creencia cristiana-judía del sacrificio? ¿Es esa imagen de Jesucristo clavada en nuestro subconsciente más remoto muriendo por salvar al mundo (amor) lo que nos hace entender el masoquismo del ser humano? ¿Es que no sabemos cuándo parar? Ciertamente, no.


Ya sea por un motivo u otro, vive en nuestro ser el ansia de saber, de conocer, de investigar e indagar. Aun, repito, a sabiendas de ahogarnos con tanta información. Todo basado en la teoría del control, de la exigencia, de la comparativa.

Al pararnos en la orilla, buscamos la piedra más hermosa y perfecta, la más redonda, más pulida. ¿No os ha pasado? Y tanto. Y hay veces que, aún teniéndola en la mano, no nos quedamos satisfechos, seguimos buscando.


Entonces ocurre. El momento del milagro. Al buscar esa piedra, de reojo, te encuentras ahí. El reflejo en el agua calmada de tu cara, de tu espejo externo. Bendito semblante. Te quedas inmóvil contemplando tus arrugas, tu cansancio, la comisura de tus labios, tus curiosos ojos, el brillo de tus mejillas y el tímido mechón de pelo que asoma por tu frente y piensas que solo existes tú. Eso es todo lo que vive en esa agua, es todo lo que quieres ver. Ahí es cuando te das cuenta que tus problemas, son más grandes que el río y que inundan toda tu alma, y que tus triunfos son como las piedras que sostienes en las manos.


Pero ¡ah! De repente, como una exhalación, un pequeño pececillo aparece por el fondo a mucha velocidad, haciendo un pequeño zigzag y se para en el reflejo de tu estampa. Y es en ese momento cuando tu imagen se difumina por el movimiento del pequeño pez y te despierta de la inopia.


Alzas la vista, y te das cuenta que hay todo un universo de colores alrededor: violetas, fucsias, turquesas, amarillos, rojos pasión…un sin fin de ellos que sientes como tu alma entra en éxtasis. Te embriaga una luz poderosa que atraviesa tu consciencia y tu corazón. ¿Qué es esto que siento? ¿Qué es esta sensación tan embriagadora que ilumina algo en mi pecho?


Unos lo llaman amor, otros paz. Unos lo llaman energía, otros salir del ostracismo. Otros simplemente Dios. ¿Qué más da el nombre si lo que importa es lo que despierta en ti?


Siempre obstinados en ver nuestro mundo, olvidamos que bajo ese río sereno hay otra vida mucho más inmensa de la cual nutrirse. A estas alturas de la vida, yo decido no pararme a mirar mi reflejo. Prefiero meterme en el río y “bautizarme” cada nuevo día para dejarme impregnar de esa agua que limpia mis preguntas y que me hace llenarme de júbilo. Vive en mí. Muere en mí.


Pero el ser humano es así. Atormentado de preguntas que no le deja ver que solo hay una respuesta: perdonar. Ya sea a ti o al que está frente a ti. Deja el agua correr, deja el agua fluir

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